En la madrugada de
un día de diciembre ocurría. La luna se escondió entre las nubes rasgadas y
amenazantes. Las estrellas centelleaban acompañadas por otras lunas, satélites
y agujeros oscuros. Desconocidos en el firmamento cercano a la vista. El cielo
se tornó tan resentido que, se sabía traería la lluvia tan necesaria para la
tierra. Siempre tan esperada. Nunca con tanta intensidad y tan impensada para
hacer daño.
Muy
asustados ante aquel suceso insólito, algunos vecinos del pueblo se acostaron
con la mirada en el cielo negro, oyendo el enorme aguacero que caía sobre los
tejados y arreciaba con las horas. En el duermevela, muchos vieron el agua
llegar circulando por las calles, como regueros llevándose por delante lo que
encontraba a su paso. Sin vacilar, el agua con gran virulencia entraba en las
casas por los patios, buscando salir por la puerta principal con la prisa de
una visita inesperada. En un arrebato. El agua de lluvia escudriñaba el camino
hacia el mar, en un tránsito sin piedad. Inundando casas, sótanos, muebles,
enseres, ropa, libros… En una escorrentía nocturna y desproporcionada. Algunos
coches sin conductor circulaban a la deriva.
En una de las casas,
una abuela y su nieta permanecían subidas encima de la cama. Habían puesto,
como si de un juego se tratase, toda clase de objetos debajo de las patas de la
cama para elevarla del suelo lo mejor que pudieron. Mientras el agua corría por
el terrazo. Allí se sentían seguras. La abuela, Soledad, casi susurrando con mucha
ternura y arrojo, le contaba cuentos sobre el Mar Menor para que no se asustase.
No quería hacer notar su aturdimiento. Su miedo. Así pasaron las interminables
horas sin dejar de narrarle historias inventadas con gran fantasía. Le hablaba,
sobre las peripecias de los caballitos de mar, los cangrejos, y los zorros. Le
contó cómo era el Mar Menor con sus barracas de madera y sus largos pasillos,
desde donde se tiraban en el verano al agua. De las aventuras con abordajes de
piratas, fingidas en los flotadores de cámaras de motos y camiones, tan grandes
como una balsa neumática de las de ahora. También de los saltos y piruetas desde
las plataformas que se adentraban en mar.
Le contó cómo eran
los bañadores de faldilla que se ponía la abuela, hechos por la modista. Quería
hacer sentir a Andrea, su nieta, como una sirena en aquella noche triste de
torrencial lluvia. Evitando que la niña notara su temblor y preocupación. Este
fue su propósito en cada momento. También le habló de la feria de su infancia,
del tiovivo y los futbolines. Y del cine de verano, en las noches de cielo raso
con sesión doble, las pipas de girasol y el apetitoso bocadillo de tortilla.
Andrea la escuchaba con una mirada muy atenta, entre alguna boqueada de
cansancio.
De vez en cuando
Soledad llamaba al teléfono de emergencias. “Tranquila señora, iremos a por
usted” Sin estar tranquila, guardó la calma como pudo. La nieta con los
cuentos, se quedó dormida. La abuela, veía pasar flotando como bajeles, los
portarretratos de la cómoda. Su vida pasaba por delante sin poder hacer nada
por impedirlo. Parecía un mal sueño. Lo fue. Soledad tardará en olvidar. La
casa se empantanó poco a poco de tal manera que si bajaba de la cama, utilizada
de flotador salvavidas, el agua le llegaba por las rodillas. Con arresto se
mantuvo despierta. A flote.
Casi al alba, entre
los estrepitosos sonidos de sirenas, no del mar como los cuentos que le había
relatado a su nieta y las luces resplandecientes de los coches de Protección
Civil, nada que ver con las luminosas, recordadas de la feria de aquellos remotos
veranos, Soledad suspiró. La noche más larga declinaba. A su puerta que parecía
la escotilla de un buque, por fin llegaron a rescatarlas los efectivos de
emergencias. Soledad y Andrea al igual que otros vecinos fueron trasladadas a
un albergue improvisado para la ocasión. Se quedó la casa sola, entre las aguas
enfangadas, sin saber ni cómo ni cuándo volverían. No quiso mirar hacia atrás demasiado.
Sólo pensó en que habían sido socorridas. Estaban vivas.
Ya
es otro día. Un día lleno de sol como son la mayoría de los días en Los
Alcázares, donde el mar es calmo y templado, sólo inquieto cuando sopla el
Levante. Después de tan inclemente tormenta, ganarán los días en los que el sol
encandila los ojos por su resplandor. A Soledad se le enturbiaron en ese instante
de lágrimas como los ojos azules de su nieta. En el ajetreo, Andrea se despertó
y pregunto: “¿Abuela, vamos a la feria?”. La abrazó muy fuerte, abrigándola con
sus brazos. Sonrió y les dio las gracias a quienes las trasladaban a ese lugar
seguro. En el trayecto, desde el vehículo donde iban, observó cómo las calles
eran ramblas, riachuelos afluentes, ríos y grandes avenidas llenas de fango y
agua, buscando de forma desmedida llegar al mar.
Un mar que también sufriría las consecuencias
de la borrasca. La tierra, entraba en él, tiñéndolo de un tono marrón parduzco
que apagaba la calidez azul y cristalina que lo caracteriza. Pensó, que ese
color no le favorecía. Ni al mar ni a su pueblo. Soledad volvió a suspirar.
Ahora un poco más calmada. Entonces utilizó el móvil para poner un mensaje a la
familia. Escribió de forma telegráfica: “Estamos bien. Nos llevan a un albergue.
Os quiero”.
Gracias a mi amiga MARIOLA que asistió a recoger el premio en mi ausencia.