Me
contó un día que se jubilaría en primavera que ya empezaba a recoger y que
haría buenas ofertas con lo que quedaba expuesto en la tienda. Ayer pasé por
allí. Los escaparates llenos de cajas a medio cerrar, las lámparas solitarias
pendían del techo en penumbra, los apliques, las tulipas y las pantallas de
mesilla parecían dolerse en el silencio
de las sombras.
Manuel
también me contó que siempre escuchaba la radio por las mañanas, que oía las
palabras habladas, decía, y por la tarde como buen amante de la música clásica
sintonizaba una emisora temática. “Sabe,
así la luz de las lámparas parece que
iluminan más, parecen brillar acústicas. No me siento solo” Me dijo un día que
yo también le manifesté que la radio era mi pasión. El hombre de la tienda de bombillas era un
todo de ilusión y proyectos. Empezó a trabajar muy joven, ahora tenía muchas
expectativas: sus nietos, los amigos del dominó y su casa en el campo donde
tenía un pequeño bancal de hortalizas
Ayer
pasé por allí. La persiana echada, sobre
ella, un ramo de flores con una nota. Me dio reparo leerla. Manuel
atendía a la gente con generosidad manifiesta, eso sí, sin perder un céntimo en su economía. Lo
primero, “todo tiene arreglo, pero le va a costar, tanto”. Rápido hacía las cuentas,
un trozo de cable, un interruptor, más una bombilla... Y tú asentías. Era único
para solucionar un problema de electricidad.
Una
vez desmontada la tienda ante el cierre total y desde hacía unas semanas iba
cada día para hacer aquellos grandes y pequeños paquetes con el material
sobrante de lo que no había vendido. Ese día llamó por teléfono a una ONG de
las que se dedica a recoger todo lo inservible para algunos y recuperable para
otros haciéndole pequeñas operaciones o alguna que otra chapuza. Manuel presumía de su destreza con todo lo
que tenía que ver con la electricidad y por la costumbre no tomaba demasiadas
precauciones. El día que daba el cerrojazo a la persiana después de tantos
años, se subió a una escalera a desmantelar una gran lámpara de lágrimas
cristalinas, a la que le tenía mucho cariño. Siempre titilaba al compás de los
sones musicales. La guardó durante años,
una lámpara que tampoco había vendido su padre. Él la guardaba para su hija.
Pero
fue este día cuando la bella luminosa de cristal tallado le jugó una mala
pasada, tan mala que le quitó la vida. Manuel, encaramado sobre la escalerilla,
no se percató después de tantos años de
exposición que los cables hacían un contacto defectuoso. La envergadura del
fogonazo eléctrico fue la misma que la de un relámpago de tormenta en
primavera, rápido y mortal.
A
Manuel no lo mató la energía que desprendió la lámpara, sino la caída desde lo
alto de la escalera a la que tantas veces se había subido. Entre el monumental
golpe y el impacto eléctrico, murió en el acto. Acudieron los vecinos
comerciantes, entre ellos Carmen la señora de la corsetería, su amiga de toda
la vida de la calle Vidrieros. Ella fue la que llegó primero, la que llamó a
emergencias, la que lloraba amarga y desconsolada por la muerte de su amigo.
Ayer
pasé por allí, la nota sujeta al ramo de flores marchito todavía no se había
desteñido a pesar de las gotas de lluvia caídas durante la primera noche sin luz de Manuel. Hoy sí me he
atrevido a leer: “Te fuiste y me dejaste sola, como siempre”
Yo
conozco la corsetería, la tienda más
antigua del barrio. En ella hay de todo: medias, hilos, cremalleras, fajas,
bañadores, botones y toda clase de abalorios. Siempre dice: “Pídeme quincalla,
que tengo el almacén lleno”. Así son los pequeños establecimientos de
barrio. Ella hacía gala de su solera y
de buen trato. “Dime qué quieres mujer”, alegre y dispuesta. Siempre.
Fue
entonces cuando me contó todo. El ramo y las letras eran suyas, como era suyo
el amor que Manuel y ella, mantenían. Un amor secreto al margen de la familia.
Sólo las lámparas y las bagatelas femeninas sabían de la pasión que se
profesaban. Afectada por la gran pérdida me contó su historia. Me confesó que
lo que más sentía era no poder asistir al entierro. Lo contaba con
simulación y abonico delante de la
mercería. Cómo iba ir, si ella era “la otra”.