EL TOMATE
Ocurrió cuando yo era pequeña. Siendo la primera nieta de mis abuelos y la única ahijada de mi particular y exclusivo padrino, tuvo que ser aquel acontecimiento tan importante que no lo he olvidado nunca.
Fue una noche de verano. En la huerta se cenaba bajo la parra del patio tomando el fresco y comiendo refrescantes ensaladas con hortalizas recogidas del huerto propio. En la mesa había una gran fuente de tomate aliñado con aceite de oliva, unos ajos partidos y sal.
Probablemente habría cenado ya y seguro que también me advertirían que no debería comer si me ofrecían algo. Llevaba un vestido blanco de talle ajustado y falda de vuelo almidonada que tantas veces he reconocido en esa foto singular de encima del Puente Viejo. Mi madre los conocía bien y sabía de su insistencia a la hora de ofrecer comida.
Cuando llegábamos a su casa lo primero que preguntaban era:
- ¿Habéis cenado ya ?
- Toma, nenica, prueba un poquico de tomate.
- No, ya he cenado.
Iba yo suficientemente aleccionada en lo que tenía que decir.
Daba lo mismo, hubieras cenado o no. Persistían tanto en el ofrecimiento, eran tan tercos que sin saber cómo al final comías. Una vez tomado el primer bocado se convertía en la aceptación de cualquier alimento que te ofrecieran. Para ellos la negativa no existía y en un descuido de mis padres me encontré sentada a la mesa abriendo la boca a diestro y siniestro, por un lado mi padrino, por otro mi abuelo. Debí comer muchísimos trozos del fruto de la tomatera de fina piel y carne jugosa. Cuál sería el atiborro tomatero que no pasó mucho tiempo cuando mi pequeño y repleto estómago expulsó violentamente en trozos de todos los tamaños lo que le sobraba, dejando teñido mi vestido blanco de grandes manchas coloradas y punteadas a modo de bordado incrustado con sus pepitas. Mi madre dijo sentenciando: "Esto me lo esperaba yo". Debí llorar y vomitar de forma acompasada. Recuerdo estar tumbada sobre el portal de la puerta de la casa y oír con sorna cómo me ofrecían si quería comer algo.
Hoy, después de muchos años no he vuelto a comer tomate. Puedo asegurar que como todos los días ensalada y que las preparo con tomate. Yo, no lo pruebo. Quién me conoce bien da testimonio.
Ocurrió cuando yo era pequeña. Siendo la primera nieta de mis abuelos y la única ahijada de mi particular y exclusivo padrino, tuvo que ser aquel acontecimiento tan importante que no lo he olvidado nunca.
Fue una noche de verano. En la huerta se cenaba bajo la parra del patio tomando el fresco y comiendo refrescantes ensaladas con hortalizas recogidas del huerto propio. En la mesa había una gran fuente de tomate aliñado con aceite de oliva, unos ajos partidos y sal.
Probablemente habría cenado ya y seguro que también me advertirían que no debería comer si me ofrecían algo. Llevaba un vestido blanco de talle ajustado y falda de vuelo almidonada que tantas veces he reconocido en esa foto singular de encima del Puente Viejo. Mi madre los conocía bien y sabía de su insistencia a la hora de ofrecer comida.
Cuando llegábamos a su casa lo primero que preguntaban era:
- ¿Habéis cenado ya ?
- Toma, nenica, prueba un poquico de tomate.
- No, ya he cenado.
Iba yo suficientemente aleccionada en lo que tenía que decir.
Daba lo mismo, hubieras cenado o no. Persistían tanto en el ofrecimiento, eran tan tercos que sin saber cómo al final comías. Una vez tomado el primer bocado se convertía en la aceptación de cualquier alimento que te ofrecieran. Para ellos la negativa no existía y en un descuido de mis padres me encontré sentada a la mesa abriendo la boca a diestro y siniestro, por un lado mi padrino, por otro mi abuelo. Debí comer muchísimos trozos del fruto de la tomatera de fina piel y carne jugosa. Cuál sería el atiborro tomatero que no pasó mucho tiempo cuando mi pequeño y repleto estómago expulsó violentamente en trozos de todos los tamaños lo que le sobraba, dejando teñido mi vestido blanco de grandes manchas coloradas y punteadas a modo de bordado incrustado con sus pepitas. Mi madre dijo sentenciando: "Esto me lo esperaba yo". Debí llorar y vomitar de forma acompasada. Recuerdo estar tumbada sobre el portal de la puerta de la casa y oír con sorna cómo me ofrecían si quería comer algo.
Hoy, después de muchos años no he vuelto a comer tomate. Puedo asegurar que como todos los días ensalada y que las preparo con tomate. Yo, no lo pruebo. Quién me conoce bien da testimonio.