Mi escuela era húmeda y
gris con dos ventanas por las que algún día entraba el sol. Mi maestra, doña
Paquita hacía punto de aguja mientras cantábamos, los ríos, las cordilleras,
los golfos y los cabos de la Península Ibérica, las capitales europeas, y las
tablas de multiplicar. Entonces se transformaba en colores, parecía otra. Se
convertía en una escuela alegre de voces cantarinas.
Mi maestra una gallega
adusta, siempre llegaba tarde, siempre con su paraguas, un adorno que usaba
como quitasol en primavera. Sabíamos que llegó aquí por amor. Se enamoró de un
hombre de Levante que además de ser maestro, como ella, tenía planta de galán.
Todos los días se despedían en la verja del colegio con dos besos en las
mejillas. Nosotras embobadas contemplábamos la escena en aquellos tiempos en
blanco y negro y miradas de cine mudo. Una escuela solo de niñas. Algarabía y
cuchicheos.
Doña Paquita quizás,
adelantada de su época, aún practicando los métodos de la enseñanza del
momento, por las tardes nos hacía leer capítulos de Corazón de E. de Amicis.
Nos gustaba mucho leer. Nos sobrecogió aquel relato de un niño que escribía
cartas desde los Apeninos a los Andes. Nos conmovía. Transmitía valores de
sacrificio, familia, incluso patriotismo. Esto también lo hacía mi maestra, la
época era para eso y poco más, como el inculcar valores parecidos, sobre todo
el patriotismo vigente con cierta pedagogía decimonónica. Más tarde comprendí
que el sacrificio y la penuria que comunicaba el libro lo que dejaba entrever
era la emigración. Nos contaba que había muchos gallegos en América. A
propósito del libro que leíamos.
Más tarde, en la
universidad, a la que siempre nos decía que algunas deberíamos ir, eso sí, con
beca pues éramos de un barrio obrero. Antes y allí terminé de entender
demasiadas cosas.
No era mi maestra
anticuada, no. Vestía muy bien con su gabardina elegante, zapatos de tacón y
labios de carmín rojo. El pelo un tanto encrespado, quizás no acostumbrado al
clima seco y cálido del sureste peninsular. Hacían buena pareja, después del
beso diario en la mejilla, él se ponía un calzador o sujetador metálico en las
perneras de los pantalones, montaba en su bicicleta y se dirigía a la escuela
de los niños en otro barrio cercano. Los niños a una escuela y las niñas a
otra. Mi maestra era la titular de la escuela unitaria de niñas de un barrio
próximo a la capital. Sólo la jubilación la echaría de allí.
Doña Paquita fue rígida
en la enseñanza, como los tiempos, apenas se apeaba un escalón del programa oficial. Una
enciclopedia donde estaban todas las materias, bastaba. Nada de música, ni
excursiones. Nada extraescolar, bueno sí, el mes de mayo y las flores a María. Volvíamos
a cantar.
Antes del recreo, ella
se convertía en gobernanta de la cocina y nosotras las alumnas en pinches,
cocíamos en grandes ollas la leche en polvo (leche de los americanos) y con
nuestros vasos de aluminio nos poníamos en fila para degustar tan rico líquido
blanquecino y caliente. Decía que era leche. Mi madre me ponía en una bolsa de
tela: vaso, chuchara, un papelito con azúcar y una onza de chocolate
“Clavileño” Así adornado sabía mejor. Y cada día después del recreo nos
explicaba el cómo y el por qué tomábamos esta leche. Nos decía: “aumentará vuestro
desarrollo y el de España. También tardé tiempo en entenderlo.
Mi maestra sabía mucha
Geografía, nos hacía recorrer la bola del mundo nombrando todas las capitales y
los estados de los cinco continentes; ella señalaba con la palmeta, regla delgada
y larga, que afortunadamente solo la usó para esto. Nosotras a coro las
cantábamos. Recuerdo bien sus paradas en la Unión Soviética (U.R.S.S) en China
y en América del Norte. Nos revelaba sus conjeturas. Jamás las he olvidado. Explicaba:
“Algún día volverán a ser países independientes. Acabará el sistema comunista
(nos contaba lo malo que era) De China os diré que llegará a ser una gran
potencia mundial (No se equivocó) Y en América llegará el día que su presidente
será de raza negra”. Tampoco en esto.
Mi maestra era adivina
o bruja porque vaticinaba cosas impensables en los años sesenta del siglo
pasado. As Meigas, habelas, hainas.
Cuando tocaba clase de
costura con bastidor; bordé una bolsa de tela de cuadros para el pan. Algo útil
para el ama de casa que podríamos llegar a ser.
Mientras tanto nos leía historias de la famosa revista de Selecciones
del Reader´S Digest. Escrita en español muy en boga de la época.
Mi maestra en invierno
no pasaba frío. Bajo su mesa tenía un brasero de cisco que atizaba de vez en
cuando. Las mayores de la clase lo habían encendido antes en el patio. Parecía
ser que el Ministerio del momento había decidido que en esta ciudad del Levante
con tanto sol no era necesaria la calefacción. El frío se nos metía en los huesos.
Según nos decía Doña Paquita, “la primavera era continua”. Recuerdo estar en
clase con abrigo y guantes. Ella mientras calentita.
Aparte de su didáctica
tan peculiar y personal, reconozco haber aprendido suficiente para seguir otras
enseñanzas y descubrir con el paso del tiempo a distinguir, cómo y qué aprendí
en esta etapa oscura, donde primaban las gestas que interesaban, el
adoctrinamiento religioso y el encorsetamiento de las ideas rancias que nos
enseñaban.
Menos mal que la
Geografía me hacía viajar. La lectura, conocer palabras. Y la Historia me
mostró los hechos. Después averiguaría yo lo que me interesara en los libros.
No recuerdo materias
que me marcaran, podría haber ocurrido. Ni siquiera aquellas de obligación
semanal que trataban del Ensalzamiento Nacional y que en el bachillerato se
convirtieron en asignatura.
A pesar de los patrones
aplicados por Doña Paquita, ahora y con la edad que tengo todo aquello me
parece una anécdota. Doña Paquita no. No lo fue. Tampoco mi mejor maestra
Con este relato participo en el Concurso de Relatos de ZENDA #MiMejorMaestro
Doña Paquita no fue tu mejor maestra, era una mujer pegada a su época, con todo lo que ello supone, adoctrinamiento incluido; sin embargo, no todo fue negativo, como muy bien describes. Nunca nada es blanco o negro. Os inculcó la lectura y el gusto por la geografía, por conocer mundo. Leyendo estos recuerdos me doy cuenta de que a mí me sucedió algo similar, hasta en lo del frío que pasábamos, mientras el profesor o profesora tenía una estufa de butano pegada.
ResponderEliminarTampoco tuve maestros de los que estar orgulloso, que me diesen todo lo que después, poco a poco, he intentado ir descubriendo (y sigo) más por mi cuenta que por guía ajena. Por ello puedo decir que se trata de un relato sincero, crónica de una etapa que hoy nos parece tan lejana, aunque en la Historia (así, con mayúsculas) apenas haya transcurrido un suspiro.
Ya sabía que me iba a gustar, Carmen, como le sucederá a todos los que te lean. Verse reflejado en el texto de un escritor es una virtud difícil de conseguir. Tu historia es un derroche de emoción y sinceridad.
La infancia es una época que tenemos idealizada, pero también, como todas, tuvo sus sombras, que valientemente no omites.
No dejes de escribir y de compartir.
Te mando un abrazo grande, Carmen
Muchísimas gracias amigo Ángel por tu cariñoso comentario...Sí estoy escribiendo y como ves me he animado a concursar. Un besico amigo.
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