No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Oscar Wilde

sábado, 29 de agosto de 2009

ESCENA / 3

La señora que habla sola de repente se queda quieta, no habla, apoya la cara sobre el cristal y descuelga de su oreja un pequeño artilugio que mete en un bolsillo. Mira hacia el exterior con la mirada extraviada y gesto serio. Saca un pequeño cuaderno lo abre, lee y lo vuelve a guardar. Enarca las cejas y paladea tragando saliva, después de ponerse de espaldas a la luna; cuando se vuelve, ya está otra vez hablando, ésta no es pausada y serena; agita los brazos, hace gestos de rabia y se mueve de forma agitada.
La gente pasa cercana pero nadie se para, el charco está casi seco, hace rato que dejó de llover. Blanca sigue allí, observa lo que sucede dentro del escaparate que la tiene inmóvil y silenciada, casi no parpadea. Es una película, la que está viendo de la que no se puede perder ningún fotograma. Ni siquiera oye los sonidos de la calle, que ruge a tráfico intenso, que huele a vapor de chimeneas. La lluvia es ahora fina pero está tan empapada que ni la nota. Intenta infructuosamente hacer un ademán con las manos para llamar la atención del hombre que sigue hablando solo, pero no consigue atraer su mirada; lo mismo intenta con la señora que ha dejado de hablar y vuelve a mirar hacia ninguna parte. Se desespera y golpea la luna del duro cristal, empañado por las gotas de agua, pero como si nada; las dos personas que hay dentro no hacen ningún amago de querer corresponder a su acalorada llamada.
Parece que han pasado como unas dos horas desde que está allí, parapetada, congelada, en el tiempo y en el espacio urbano de la ciudad de la que nunca se debió marchar. No se había dejado muchas cosas en ella; se fue con la casa a cuestas como el caracol, se fue buscando el sol. Se fue al sur y hoy ha venido a saldar la última cuenta, la única que le quedaba pendiente.
continuará...

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