No levantaron los raíles que habían perdido su brillo, ni las traviesas de ajada madera ennegrecida, ni las señales de circulación que aún azotadas por los vientos mantenían el tipo. Los vecinos seguían viniendo aunque los trenes no pasaran. Se quedaban de píe o sentados en el bordillo del andén, mirando al horizonte, sin prisas, tranquilos, como su pueblo. Todos se conocían y no tenían necesidad de hablar se lo sabían todo de todos. Otros llegaban y al observar el campo suspiraban de forma un tanto exagerada, como si quisieran aspirar algún elixir. Después se iban. Así día tras día.
La vieja estación está orientada en su fachada principal, andén y vías a poniente y de frente el campo: tierra de secano con cultivo extensivo; antes trigo y cebada, hoy grandes plantaciones de girasoles. Cuando se llega a la estación desde el pueblo la entrada es por levante. Esta magnifica orientación en invierno es aprovechada para tomar el sol a mediodía. El peregrinaje es diario. Los vecinos se apoyan sobre la pared como si la quisieran sujetar.
Ya no circulan trenes por estas vías llenas de herrumbre. El paso del tiempo y las fuertes lluvias han señalado tatuando sus traviesas. Largos tiempos de sequía seguidos de grandes tormentas con espectacular aparto eléctrico consiguen, cada primavera, que las vías sean lecho de amapolas, margaritas y miles de florecillas silvestres, en lo que fue el camino de aquellos lentos trenes de viajeros y de ruidosos mercancías. Es entonces cuando la vieja estación, parece nueva, envuelta por el aura mágica de la juventud.
Las gentes en este pueblo no han conocido las nuevas líneas de largo recorrido, de silueta esbelta y alargada, además de rápidas y confortables que circulan por otras vías, por otros pueblos. Desde la ventanilla de uno de estos trenes, Aurora, emprende su viaje, su aventura hacia la gran ciudad. Observa a lo lejos la vieja estación, donde de pequeña iba con su padre a ver el tren pasar. Ayer se despidió de ella, quizás pensando, si la volverá a ver.
La vieja estación está orientada en su fachada principal, andén y vías a poniente y de frente el campo: tierra de secano con cultivo extensivo; antes trigo y cebada, hoy grandes plantaciones de girasoles. Cuando se llega a la estación desde el pueblo la entrada es por levante. Esta magnifica orientación en invierno es aprovechada para tomar el sol a mediodía. El peregrinaje es diario. Los vecinos se apoyan sobre la pared como si la quisieran sujetar.
Ya no circulan trenes por estas vías llenas de herrumbre. El paso del tiempo y las fuertes lluvias han señalado tatuando sus traviesas. Largos tiempos de sequía seguidos de grandes tormentas con espectacular aparto eléctrico consiguen, cada primavera, que las vías sean lecho de amapolas, margaritas y miles de florecillas silvestres, en lo que fue el camino de aquellos lentos trenes de viajeros y de ruidosos mercancías. Es entonces cuando la vieja estación, parece nueva, envuelta por el aura mágica de la juventud.
Las gentes en este pueblo no han conocido las nuevas líneas de largo recorrido, de silueta esbelta y alargada, además de rápidas y confortables que circulan por otras vías, por otros pueblos. Desde la ventanilla de uno de estos trenes, Aurora, emprende su viaje, su aventura hacia la gran ciudad. Observa a lo lejos la vieja estación, donde de pequeña iba con su padre a ver el tren pasar. Ayer se despidió de ella, quizás pensando, si la volverá a ver.
continuará
bonito relato, seguro que vuelves a ir a verla para que afloren nuevamente a tu cabeza esos recuerdos de los que hablas
ResponderEliminarVeo las vías llenas de amapolas y margaritas, y el rostro de Aurora a través de la ventanilla.
ResponderEliminarDulces sueños
Empecé a leerte y no sé por qué me vinieron aquellos versos de Miguel:
ResponderEliminarNo los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
Y el viejo brillo oxidado de los raíles como los olivos atacados por el arañuelo añoran sus flores blancas, las risas de los viajeros, sus capazas, sus almuerzos. Y combaten la sequedad y la herrumbre, el silencio, haciendo brotar en su deshabitado lecho amapolas en invierno.
Siempre se vuelve a lo perdido. Eso señala la tradición, las canciones y la literatura.
ResponderEliminarA ver qué ocurre con Aurora. Supongo que volverá.
Besicos, hoy muy tempraneros.
Sabes mirar.
ResponderEliminarUn beso.
Hay estaciones que bullen de vida, de ajetreo, de ruido, de un ir y venir incesante de gentes y equipajes... y otras sin embargo, solitarias, nocturnas, abandonadas, casi fantasmas... donde no se detiene ningún tren. Ese recuerdo me lo ha sugerido una de tus fotos.
ResponderEliminarUn saludo.
En mis recuerdos quedan los ruidos de las estaciones, campanas, silbatos, vias, bullicio, maletas y transeuntes.
ResponderEliminarMuy bonito.
Un abrazo fuerte amiga, desde mi librillo.
Pero qué bonito es el tren y qué evocadoras las estaciones, incluso las abandonadas. Que estén abandonadas es una verdadera lástima, porque en esta tierra nuestra la apuesta ha sido por la carretera impersonal y vertiginosa, por la gasolina individual y no por el vagón colectivo. A mí el tren me fascina. Has hecho una descripción muy minuciosa de esa estación. Muy hermosa y sugerente.
ResponderEliminarSeguro que Aurora la volverá a ver. Los recuerdos nos llevan irremediablemente al lugar que los produjo.
ResponderEliminarBesos.
Dios mio, Cabopá ¡no me digas que la estación de Riquelme-Sucina está así inutilizada y tapiada! ¡¡¡ESA ES LA ESTACIÓN DE MI VIDA!!!
ResponderEliminarCuantos recuerdos tan bellos...tan emotivo. La tartana de Isidoro; todos los fines de semana con mis amigos del pueblo; el cine de mi padre; las navidades; mis abuelos; mi hermosa casa de las vacaciones y fines de semana. Toda mi infancia y parte de mi juventud están ahora tapiados en esa estación. Incluso mi bicicleta con la que desplazaba a Sucina, mi pueblo de la infancia.
Recuerdos que junto a la música que estoy escuchando de mi blog, me han hecho llorar.
Gracias