La palmera mira al cielo y a la tierra con ojos amarillos. Con sus múltiples brazos que derraman frutos de sabiduría. Sus ojos, parecen un cíclope que vigila a los demás congéneres de su alrededor. En el huerto donde se encuentra Isabel, los árboles que la rodean están resquebrajados por los años ajados, por el diario proceder de lo cotidiano; abstraídos por el trabajo y las variadas ocupaciones. Y la morera sola. En soledad perpetua. Sobre todo ahora que le han podado las ramas. Escucha las voces de los que pasan por su lado y observa un poco tuerta ante la mirada furtiva de los otros.
Es una calle larga, llena de baches por los que pasa todos los días. Hoy no se ha dado cuenta de uno que al pisarlo le hace girarse para reanudar el camino ya andado. La memoria está herida y la sangre coagulada en forma de recuerdos que quiere recuperar.
Abre y cierra la ventana y vuelve a empezar el pensamiento, los pensamientos que le llegan en forma de ideas ya pensadas, qué no puede, qué quiere pero, no puede. Se agobia, se desespera y vuelve al bache. Después cruzar el paso de cebra. En la acera por la que camina, encuentra un escaparate vacío. Tiene un cartel dónde lee: “se traspasa” y un número de teléfono que no le interesa absolutamente nada.
Es entonces cuando se da cuenta que el falso espejo le trae de nuevo la idea que buscaba la que antes no conseguía recordar.
Continuará...
A Isabel